viernes, 29 de octubre de 2010

Seda

Fortunata Bazzanella (Marter de Roncegno, 1913), cuenta cómo era el trabajo de cría del gusano de seda, tarea a la que se dedicaba su familia hasta que ella vino a la Argentina, en 1928:



Es un bichito chiquito como una hormiga; después se pone grande, mucho mas que un dedo; a los treinta días busca de subir, de treparse, entonces, se le pone una rama especial, y sube, y se hace, y trabaja, trabaja, hasta que se hace el bozzolo, pura seda, pura, esa es la verdadera seda natural. A los 30 días hay que sacar el bozzolo, y eso vienen ya, estan los compradores; eso va al horno, porque tiene que morir el bicho, queda adentro, el que trabajaba grande, queda chiquito y queda adentro en el bozzolo, entonces, va, lo ponen en un horno especial, un horno grandísimo, y le dan las calorías, que se muere. Y después va en la fábrica, tienen que hilar eso, todo, eso va a la ciudad grande.

Uno podría preguntarse: ¿en cuántos pueblos del Trentino se criaba el gusano de seda? ¿Qué margen de ganancias dejaba semejante trabajo? ¿Por qué esa especie de parrilla donde engordaban los gusanos ocupaba un lugar privilegiado sobre el establo? ¿Cuáles serían esas "ciudades grandes" donde se hilaba la seda? ¿Habrá sido en más de una oportunidad una peste en los árboles de morera, o alguna una enfermedad entre los gusanos de seda lo que llevó a mucha gente, empobrecida, a emigrar y venir a América? Lo que sí sabemos es que de eso vivieron muchos pueblos de montaña (y no solamente en el Trentino) hasta antes de la segunda guerra, hasta que llegaron la seda china y la fibra sintética.

Una cosa es segura: probablemente muy pocas de las que hacían ese trabajo de acomodar los gusanos, separarlos, alimentarlos con las hojas de morera, llevarlos al bosque, recoger los capullos, y a veces, incluso, hilarlos a mano, hayan usado ropa, pañuelos o medias de seda.

El de la seda, y los gusanos, y las moreras y los capullos es un recuerdo de mujeres.

El árbol de la morera, il gelso; el gusano de seda, il baco; el capullo, il bozzolo´.

¿Alguien se habrá traído desde allá algunos gusanos y gajos del árbol de morera y trató de hacer hilo de seda, acá, en este lugar?

Una novela de Alessandro Baricco, Seta, 1996.

domingo, 3 de octubre de 2010

Nicolussis - CEMLA


Zuccher d'orz en Poia, caramelos en la Plaza Rivadavia


1931 - Ya se iba Abramo de Poia para venir a la Argentina, el padre lo acompañaba de a pie hasta Trento; Rosina su hermana, lo alcanza corriendo y le dice: "Abramo te olvidaste esto", y le da una bolsita con zuccher d’orz, unos caramelitos de azucar quemada. Y listo. Ni chau, ni besos, ni abrazos.
Como el padre, en la estación de trenes de Trento, igual, le da la mano, Bueno, chau.

Abramo Battaia, en la plaza Rivadavia,
junto a la fuente de los ingleses
1931
 
Cuatro o cinco días después de haber llegado a Bahía Blanca, fueron con Ema a una mueblería en la calle O’Higgins, cerca de una ferretería, y allí compraron el canasto. En casa Muñiz, compraron caramelos y algunas otras chucherías.

Pocos día después de haber empezado como vendedor ambulante de golosinas, un inspector lo paró y le exigió, si quería seguir vendiendo así, por la calle, que use una especie de casaca, o chaleco a rayas, que pague el impuesto a la Municipalidad  - que era, de todas maneras, unas pocas monedas- , y que saque la libreta sanitaria.

Vendía caramelos en la plaza, por la calles. Siempre a pie, con la canasta, iba a White, cuando había mucho moviemiento en el puerto, otro día al Parque de Mayo, o al Parque Independencia. Se vendía bastante también cuando había procesiones, o desfiles militares, o a la salida de los colegios.

Claro, no vendía solamente caramelos. También llevaba en la canasta unos pancitos calientes que compraba en una panadería, envueltos en un papel que era como una servilleta. Entonces, cuando era la hora del recreo en el Colegio Nacional los chicos se acercaban a la puerta que daba a la calle, y por entre las rejas les pasaba los panes, los caramelos o lo que fuera. Tenía que estar desde temprano, ahí esperando, porque eran varios los vendedores de golosinas ambulantes que querían ocupar arrimarse a la puerta. Era un momento de mucha confusión, todos gritaban, apretaban, empujaban. Una de las primeras veces que estaba ahí, esperando, alguien que pasaba por la calle lo llamó, para pedirle algo. Y ahí, donde se descuidó, y otro vendedor le ganó de mano y se metió al lado de la puerta.

Desde ese día, Abramo trataba siempre de llegar bien temprano a la puerta del Colegio.

Abramo en la plaza Rivadavia con su canasto, 1931