1931 - Ya se iba Abramo de Poia para venir a la Argentina, el padre lo acompañaba de a pie hasta Trento; Rosina su hermana, lo alcanza corriendo y le dice: "Abramo te olvidaste esto", y le da una bolsita con
zuccher d’orz, unos caramelitos de azucar quemada. Y listo. Ni chau, ni besos, ni abrazos.
Como el padre, en la estación de trenes de Trento, igual, le da la mano,
Bueno, chau.
Abramo Battaia, en la plaza Rivadavia,
junto a la fuente de los ingleses
1931
Cuatro o cinco días después de haber llegado a Bahía Blanca, fueron con Ema a una mueblería en la calle O’Higgins, cerca de una ferretería, y allí compraron el canasto. En casa Muñiz, compraron caramelos y algunas otras chucherías.
Pocos día después de haber empezado como vendedor ambulante de golosinas, un inspector lo paró y le exigió, si quería seguir vendiendo así, por la calle, que use una especie de casaca, o chaleco a rayas, que pague el impuesto a la Municipalidad - que era, de todas maneras, unas pocas monedas- , y que saque la libreta sanitaria.
Vendía caramelos en la plaza, por la calles. Siempre a pie, con la canasta, iba a White, cuando había mucho moviemiento en el puerto, otro día al Parque de Mayo, o al Parque Independencia. Se vendía bastante también cuando había procesiones, o desfiles militares, o a la salida de los colegios.
Claro, no vendía solamente caramelos. También llevaba en la canasta unos pancitos calientes que compraba en una panadería, envueltos en un papel que era como una servilleta. Entonces, cuando era la hora del recreo en el Colegio Nacional los chicos se acercaban a la puerta que daba a la calle, y por entre las rejas les pasaba los panes, los caramelos o lo que fuera. Tenía que estar desde temprano, ahí esperando, porque eran varios los vendedores de golosinas ambulantes que querían ocupar arrimarse a la puerta. Era un momento de mucha confusión, todos gritaban, apretaban, empujaban. Una de las primeras veces que estaba ahí, esperando, alguien que pasaba por la calle lo llamó, para pedirle algo. Y ahí, donde se descuidó, y otro vendedor le ganó de mano y se metió al lado de la puerta.
Desde ese día, Abramo trataba siempre de llegar bien temprano a la puerta del Colegio.
Abramo en la plaza Rivadavia con su canasto, 1931